“¿Quiénes son esos hombres?”, se preguntó el hincha de Estudiantes
Por Gabriel Alejandro López
La respuesta debería llevar un capítulo largo en la vida del fútbol de la institución. Son ex jugadores, pero mejor cabe el de compañeros de un tiempo divino. Varios de ellos caminaron por el césped del estadio durante el entretiempo de Estudiantes-Sarmiento; con 40 mil personas que se habían tomado un descanso, y de pronto volvieron a mirar al rectángulo verde, donde se anunció de forma imprevista (a esa hora) un homenaje. Sencillo pero gigante para quienes son parte de una identidad. Una de las camadas de jugadores que ayer fue la más numerosa de todas las que el Club recordó hasta aquí. Lo que iba a hacerse en la previa, lo corrió una tormenta y al decir de los sabios “no hay mal que por bien no venga”, le bastó otra prueba. Como había ex jugadores y familiares que recorrieron muchos kilómetros (uno llegó en avión desde el sur), el reconocimiento se pudo hacer a cancha llena, apenas finalizado el primer tiempo. Entonces el cielo, el aire, el clima futbolero, fue pasando la historia de la categoría 1976, que allá lejos en el tiempo representó al Club Estudiantes de La Plata en campeonatos de LISFI, de AFA y de una Liga Wildense. Tenía que ser sábado, che, el día que jugaban siempre.
Con humildad, disciplina y sin alardes, el grupo bordeó el campo por la línea del “outbol”, sobre la 115, ese costado donde antes existía una señorial platea techada, donde jugaban a las escondidas; tenían poco tiempo, para tanta vida transcurrida, y pertenencia a ese sitio donde amaron una pelota y las cosas simples, la colonia de vacaciones, la pileta, el restaurante, todo aquello que ya no está.
Tenían cinco años de edad cuando empezaron a conocerse. Sebastián Landro lo describía con su memoria afectiva: “A mí me trajo mi mamá cuando Estudiantes tenía la escuelita en 7 y 528 que dirigía Casanueva. Llegué a firmar primer contrato con el profe Córdoba, y después, tal como es el fútbol, seguí en otro lugar, dos años en Suiza y diez años en Italia. Hoy comparto la camiseta en el Senior +45, y los torneos que hacemos entre todas las categoría con esta 76 espectacular”.
Desde las cabeceras o las plateas laterales era difícil verles el rostro, pero se escucharon sus nombres y la pantalla LED pasó algunas fotografías del equipo. Pablo Valenzuela estaba en el aire a la vez que pisaba la tierra de campeones, “entrar con mi nena (Miranda, de 6, y Ambar, de 12) es revivir un montón de cosas, yo a la edad de ellas estaba en el club y tengo amigos desde esa época”. Corría 1982, La Plata cumplía cien años y recién habían creado a LISFI, —la segunda Liga de fútbol infantil platense—. Los entrenaba Daniel Epeloa, un ex jugador que tuvo un solo partido en Primera, la misma tarde que debutaban Bocha Flores y Bruja Verón, en La Boca.
“Continuamos con el reconocimiento a las diferentes camadas, ¡esta es la setenta y seis!”. A grito pelado, el locutor, Carlos Gabriel Pregal, dejó el protocolo de lado para ser envuelto por el calor humano de los abrazos del grupo donde jugó. “Estos fueron mis compañeros, mis hermanos, mis amigos”. La gente empezó a aplaudir mientras el contingente se sacaba fotos.
Se suele decir con la boca que el amor es más fuerte y el corazón lo asiente. Algo reaparece cuando no lo buscás. Son momentos, son personas. “Si estoy acá, si jugué a la pelota en Estudiantes, fue por mi padre que ahora está en el cielo”, dijo Leonel Spirito, uno de los primeros arqueritos en cancha de 7, dirigido por Roberto Zuccheri y Angel Di Cianni.
Si la jornada fue especial para unos treinta ex jugadores (cuatro jugaron en la Primera del Club), una familia lo sintió de manera muy significativa. Eran los padres, hermanos y sobrinos de Mariano Bidondo, quien nos dejó repentinamente en su juventud, por causas naturales. Justo tenía que ser 25 de febrero, el día en que había nacido Mariano.
Acuñaron apodos, se descubrieron a ellos mismos en el esfuerzo, crecieron jugando. “Hacíamos fútbol en el bosque, o entrenábamos en las grutas donde llegué a subir y bajar los escalones con una pelota de básquet rellena de arena”, rememoró Marcelo Miceli, hoy profesor de educación física y dueño de una memoria detectivesca, que se le animaba a decirle a Lucas Castelli que el origen de su apodo “El Tío” era porque “cuando viniste no sabíamos tu nombre, te pusimos así porque venías siempre con el mismo hombre, tu tío”. El “Petiso” Miceli es capaz de enumerar la llegada de cada compañero al fútbol infantil: Sebastián Mestre, Matías Godoy, Julio Ferrer, Ezequiel Formoso, Víctor Bianchi, Sebastián Valverde, José Martegani, Roberto Stringa, Leandro Cortizo, Néstor Mora, Lautaro Trullet (hijo del ex futbolista de Estudiantes y Colón, Carlos Trullet).
La ciencia dice que de los 10 a los 14 años se da el mayor crecimiento de la pubertad. Pues bien, ellos crecían al mismo tiempo que el Fútbol Argentino en esa etapa. Tenían diez cuando vieron por TV a la Selección campeona del mundo en México. Y andaban en los catorce, ya en Novena, cuando vieron otra final del Mundial de Italia, agitando sus cuerpos diminutos con el “Borombombón… Borobombón… es el equipo… del Narigón”, ese cantito que anoche volvió a escucharse, pero con la bronca del empate.
“Alcancé a jugar dos años”, afirma Marcos Collazo, tolosano que saca una joya: “En Prenovena tuvimos a Santiago Solari, cuando el padre (Eduardo Solari) dirigía a la Primera de Estudiantes; también hicimos un viaje a la provincia de Córdoba, dirigidos por Juan Ramón Verón“.
La categoría se nutrió de otros pibes al pasar a Juveniles. Recitan una formación de Octava, 1 Marcelo De Luca; 4 Leandro Veiga, 2 Eduardo Beroy, 6 Gabriel Pregal, 3 Sebastián Landro; 8 Sebastián Salguero, 5 Gustavo Zuleta, 10 Roberto Stringa; 7 Ezequiel De Paz, 9 Luis Seillant, 11 Martín Fúriga.
Cuando la lluvia pretendía amargarles la tarde fue cuando más se rieron, yendo a un pasillo con techito que parece un vestigio del Complejo Habitacional “Dr. Héctor Demo”. Allí se protegieron del aguacero un dueto llegado de Chascomús, Eduardo Beroy y Luis Seillant, para evocar en una nota hecha en el momento “al técnico Omar Bermudez, era un docente del fútbol, de entrada se parecía a un ogro, pero era un tipazo, de esos que te marcan para la vida” (Beroy). “Había deficiencias, no había ropa y hasta faltaba una buena cancha para entrenar, de hecho el club terminó en un descenso, pero un día, hablando casualmente con Bermudez, coincidíamos en que fue la época que más jugadores salían” (Seillant). El apodo “Potro” lo trajo de su pueblo, pero en La Plata lo perdió porque así le decían a Fúriga.
Los que no jugaban en AFA, lo hacían en una liga alternativa, la Liga Wildense. Los padres ayudaban, rifas, comidas, los viajes de visitante. Pero los chicos fueron notando el recambio, que sucedió año tras año, especialmente en Juveniles, algo que sucedió en todas las épocas y camadas. “Lo mismo pasa hoy, tenés una base de infantiles que sigue y otros que van entrando según las necesidades del técnico de las Juveniles”, opinó Salguero, actual DT de la Octava. A la conversa se sumó Santiago Jaidar, que reconoció haberse ido a los catorce años, “porque me enojé… cosas de chico”. Hoy es empresario de turismo, y a su lado, tenía un ángel, su hijo Leo, que inocente le preguntaba si al entrar al campo de juego podría patearle un tiro a Andújar.
En Séptima se sumó Leandro Testa, “El Pato”, un crack de General Belgrano, por la cualidad técnica y la humana. Contento por el reencuentro, otro entrenador del presente en el fútbol amateur, rescató que “hay chicos, como Damián Infante, que hacía 30 años no veía”. No se veía uno con el otro pero parecían entenderse desde el fondo del alma. Pasaban la película, incluso en esas partes que no salen bien, y Beroy cantó la justa: “llegó Testa y fui al banco, al poco tiempo me volví a Chascomús”, donde formó una familia con dos hijas Agustina y Catalina que ayer lo escoltaron en todo momento.
Contrariamente a lo que mucha gente piensa acerca del éxito, el mismo no consiste en ser famoso sino en saber vivir a pesar de las dificultades. Llegaron a forjarse un camino, algunos en otros clubes, llevando el legado de la garra pincha y la unidad, defendiendo camisetas en otros campeonatos, incluso el no rentado.
“Nadie sabe quién va a llegar, solamente un mago”, me asalta una voz de sabiduría y alegría, la de Bedogni, asistente y maestro del fútbol para jovenes, aquel goleador del Estudiantes campeón de 1967..
La pensión del Estadio. “¿No está más el árbol con el teléfono?”, pregunta un 10 que vivió tres años allí, en “el Demo”. Daniel Barreto llegó de la ciudad de Colón, Entre Ríos, por el contacto de un hincha fanático de Estudiantes que vive en aquel pueblo. “Acá me decían La Hormiga, bien negrito y me comía todo, leche, pan y pastel de papa, no había una milanesa, pero bancábamos, ¡yo quería llegar! Cuando Estudiantes se fue a la B, nos dicen ‘muchachos, si tienen para comer, se quedan, sino, cada uno para su casa”. Lo del árbol que mencionaba era por el pino y el teléfono era uno que estaba pegado a la intendencia, en ese entonces un objeto sagrado (sin celulares) gracias al que podía el chico del interior podía dialogar con sus padres y fijar fecha de la llegada de la encomienda. “Soy hincha de Estudiantes, y al final queda esto, el encontrarse con relaciones sanas, de tipo macanudos”, definió Barreto.
Gastón De la Canal también lleva la marca de esos días difíciles, mucho más cuando Cecilio Galeano (un juvenil que llegó a préstamo de Vélez) se le cayó encima en una práctica y lo paró en un momento decisivo. Sabe que estuvo cerca: “Siendo suplente en Quinta, un día le hicimos de sparring a la primera; y Trobbiani y Gottardi (técnicos ayudantes de Russo y Manera) me dicen ¿cómo estás para jugar de titular en reserva el sábado?’. La verdad que esa 76 era un grupo de pibes buenos, que queríamos jugar a la pelota”. Gastón hizo su bolso y se fue a jugar y a laburar a los Estados Unidos, Carolina del Norte.
En el renacer pincha tras la vuelta a la A, se había conformado un “grupo especial”, donde había dos berissenses de gran nivel, Ezequiel De Paz y Gustavo Zuleta. El “Luly” De Paz tenía una gambeta picante, para adelante, de los que llevaban el cartel de “éste llega”, cosa que anoche repitió entre risas y señalando a a Furiga como culpable de su infortunio en el fútbol (el centro delantero se destacó en 1996, con goles en Primera —entre ellos, una apilada tremenda ante el Boca de Bilardo, en Vélez—).
Furiga fue la figurita con un físico que aún conserva. El 7 de octubre de 1995, en la auxiliar de calle 54 (hoy Estacionamiento) le ganó con un doblete el clásico (2-1). Gimnasia tenía a “El Pampa” Sosa, pero “El Potro” estuvo indomable. “Volví a entrar a la cancha con público y en lo personal me emocionó tanto que, por momentos, me quedé sin voz… Capaz que quería decir muchas cosas y se me quedaron atragantadas”, confesó Fúriga anoche, con la tierna compañía de su hija Tiziana.
Como una máquina que pasaba una cinta, Claudio Ubaldi miraba el travesaño del arco de 57 y aún está viendo rebotar un pelotazo de mediacancha, de un preliminar contra Ferro. “Si hubiera entrado”, se lamenta el marplatense, como si aquel remate podía haber modificado su carrera, llegando al debut en la Primera como le pasó a su hermano Martín Félix Ubaldi (delantero de Independiente).
Según los datos de un periódico amarillento, la última vez que jugaron en esta cancha fue en septiembre de 1996, en Gimnasia, clásico de Quinta. Salieron por el viejo túnel de 55 con Adrián Herrera; Juárez, Martín García, Pregal, Landro; Salguero, De la Canal, Zuleta; Fúriga, Turchi y Ubaldi. Fue derrota por dos goles, pero Herrera salvó la goleada al atajarle un penal a Kostenwein. Los dos terminaron con nueve, por expulsión de Pregal y Salguero (EDLP), Molina y Rolla (GELP).
Después de la foto inolvidable, la grupal, volvieron a subir en una especie de rodeo las escaleras empinadas que los dejó nuevamente en el palco, para ver un segundo tiempo movido, con goles, cheques de VAR, sal y pimienta. En ese entretiempo capturé con el alma una escena que ni la mejor cámara podría devolver tal como la vieron los ojos de este periodista deportivo: padre e hijo abrazados, Leandro Veiga (aquel rubio que jugó diez años, desde infantiles a la Cuarta) y Augusto, quien tiene una estatura que al padre le hubiera significado el “bonus” para ser tenido en cuenta. Veiga, o “Vega”, como lo bautizaron cuando una mala pronunciación de don Higinio, en charla de vestuario, los dejó descostillados. Tres pibes, porque también es padre de Josefina y Catalina.
Pasaban los torneos y llegaban más jugadores. Marcelo Alegre desde Rosario (tuvo un puñado de partidos profesionales), Juan Bragaioli desde Florencio Varela, acercado por Alas (una vieja gloria de Boca, mismo representante que acercó a José Sosa), que dejó su reflexión pasado el tiempo: “Es verdad que hay una escuela y mucho sentido común; jugué en Independiente y es otro estilo de juego. Me dirigió Conigliaro, de pocas palabras, pero muy directo; igual, pienso que cada DT te deja una enseñanza de vida”.
Desde Comodoro Rivadavia llegó Cristian Pejcich, quien a los 16 años vino a jugarse con sus ilusiones de nueve de área. “No me olvido de los chicos del interior, me apoyé mucho en ellos. Fue una gran familia y está muy bueno que Estudiantes nos haya llamado y no solo a los que jugaron varios años en Juveniles, sino a los que estuvieron en Infantiles”.
Damián Infante llegó desde Barracas Central a los 17; Norberto “Beto” Dominé repitió el caminito de su padre cuando en los sesenta vino de Arrecifes (lo dirigió en Tercera Urriolabeitia y en Primera Zubeldía). Y si hacía falta calidad, apareció Jorge Eijó, “El Piru”, con su zurda inquietante, de los campitos de General Belgrano, distrito bonaerense donde fue Intendente.
Esteban Golia, de Chacabuco, fue “El Loco” desde el primer día. Llegó un lunes al Country, con 350 jugadores a prueba, mostró técnica, marca, salto, llegada y debutó con Gimnasia, de tres.
Cuando pasó la prueba, se encontró con un administrativo, Eduardo Pueblas, “Cacho”, con el que intercambió algunas palaras.
-¿A usted lo mandan Conigliaro y Agüero?
-Sí, sí.
-Tiene que firmar acá.
(Al mirar la lista, él era el último, el número 42. El anteúltimo era Juan Sebastián Verón).
En Quinta que se sumaron tres adolescentes de la Liga local, Carlos Vilardo (se escribe con v corta) y dos delanteros de Alianza, Bernardo Palazzo y Juan Turchi, “El Turco”, quien en su primer año en AFA fue segundo goleador detrás de Luciano Bergonzi, de Newell’s.
Ya en el mes de enero de 1996 quedaban pocos de “la 76 original”. La Cuarta era un concierto donde trataban de convivir tres años, los nacidos en 1974, 1975, 1976, entre otros. Mientras el plantel superior estaba con una “constelación” de figuras, ese verano llegó otro chico de Rosario, sin cabida en Newell’s: Lionel Scaloni. Eran tiempos de Daniel Córdoba, DT de Primera, y de Ruben Agüero, ayudante y encargado de Reserva, que llevaron a la pretemporada de Necochea a once juveniles de Cuarta a Sexta, entre ellos, cuatro de la 76: Cortizo, Testa, Alegre y Turchi. “Testa es un líbero muy rápido, que no necesita hacer foules para ganar la pelota”, consignaba Agüero en diálogo con un medio escrito que juntó a los chicos en una producción a orillas del mar.
Entre las figuritas clase 1976 del universo de clubes de Primera ya pintaban cosas distintas Marcelo Gallardo (River), Francisco Guerrero (Independiente), Federico Domínguez y Martín Posse (Vélez).
El Pincha no podrá sostener el empate, y las influencias juninenses que siempre saben a “inteligencia”, con Damonte (otro hijo del club formado en este estadio) dará un nudo en la garganta. Se le notó en el rostro a Esteban Trebucq (el Pelado de Crónica, hoy en América, fue integrante de las infantiles pincharratas).
Hubo ausencias, con aviso: Pablo Sánchez de Alcázar, Adrián Darío Herrera, Daniel Besada, Matías Godoy, Laureano Ferreyra, Leandro Rinaldi y el “Negro” Juárez, pero se sumó un 77, Ignacio Vaccarini, quien el año pasado no pudo estar con los de su clase.
A ésta camada no le faltaron padres en la cancha, una dupla que ahora vive en los mundos sutiles, Higinio Restelli y Roberto Avalos, “Cucaracha” y “Beto”; en Cuarta los tuvo al mando Marcos Conigliaro, leyenda goleadora en los 60 (un cabezazo letal a los ingleses), y Carlos Roca, defensor de los 70.
“En todas las categorías siempre hubo alguien que marcó algo”, comentaba Landro, una de las figuras desde que hace una década se enfrentan en el “inter-camadas”, cada mes de diciembre, con asados en el Country Club Mariano Mangano, siendo la 76 dueña del honor futbolístico en 2015. De esos encuentros nació la idea de Juan Sebastián Verón, en su rol dirigencial, de organizar este tipo de reconocimientos que tienen de cuerpo y alma a Aldo Podestá, Fernando Díaz Sevigne, Pregal y encargados de la logística del club.
Terminó el partido, 1 a 1. El fútbol… Lo más importante de las cosas menos importantes…
Estudiantes, al que identifican como cultor del resultado, también empieza a marcar una conducta no tiene antecedentes: recordar al jugador, recibirlo, mimarlo, mostrarle la casa que un día dejó, con o sin expectativas satisfechas. “Ningún club en el mundo hace esto, tanto como los torneos de fin de año”, afirmó Podestá, aquel de la categoría 1974.
Se levantan. Se vuelven a abrazar. “¿Te quedás a comer?”. “Seguro que ahora viene Leandro Horacio Cortizo” (se referían al actual entrenador de arqueros del plantel profesional), “El Flaco” o “Condorito”, como le dijeron en la edad donde abunda el humor cuando te sacan “la ficha”. El Uno tenía (tiene) un físico estilizado y se desenvolvía con reflejos, al igual que el otro cuidapalos, “El Tano” Marcelo De Luca, quien viene desempeñando el cargo de gerente del Club. La 76, su gente, su buena relación social y hasta laboral. Pregal, además, es la Voz del Estadio; Testa y Salguero, hoy trabajan en la dirección técnica de los pibes.
Parece que fue ayer cuando sus padres los llevaban.
Se sientan en una mesa larga del Mercado 55 y piden una copa.
Para la categoría 1976 (que no fue campeona) la copa que brinda por la vida, que no quede duda, es la más valiosa de todas las copas.